El Rincón de Paco Teva … LA OSADÍA DE LOS GORRIONES

El gorrión es un pajarito tan común en nuestros pueblos y ciudades que no necesita mucha presentación. Dentro de los paseridos, el más conocido es el «gorrión común» (passer domesticus) , el que conocemos y estamos hartos de ver, que está adaptado al hábitat urbano y lo encontramos en todos los continentes a excepción de la Antártida. Se alimenta de granos y pequeños insectos, pero come de todo lo que encuentra: migas de pan, chucherías de los niños, restos de comida, bayas y pequeñas semillas…..Los árboles, tejados, cobertizos, salientes de los edificios, pueden servirle para construir su nido, que está bien escondido, a salvo de muchos predadores, y es difícil de encontrar. Su concierto es constante, repetitivo y, si tienen, ya, sus necesidades cubiertas y están cortejando a las hembras, es ensordecedor, sobre todo si hay un árbol añoso y grande en el que se asientan muchísimos, como su lugar preferido, por la seguridad que encuentran en su morada común.

En mi último viaje a Sevilla, ahora en junio (he presenciado la entrada del verano en tan magnífico escenario), recalaba todos los días en la Plaza de la Alfalfa, donde desayunaba, tomaba el fresco y observaba el trasiego de gente, algunos muy conocidos por sus salidas en TV. Sin embargo, la razón de este «ejercicio literario» es por otra cuestión muy simple, que muchas veces pasa desapercibida: el comportamiento de los pequeños gorriones, esa «troupe» incansable, que va de un lado a otro y, con una maravillosa habilidad, saca partido a todo lo que hay de aprovechable en el suelo. A veces sus incursiones son bastante comprometidas y salen airosos sin que uno se lo pueda explicar. Por supuesto están acostumbrados a esta convivencia con las personas, que, muchas veces, les ayudan con sus golosinas, miguitas y otros alimentos, a sobrevivir. Su agilidad y energía para saltar, volar en un instante, pararse, despegar… es asombrosa y sus filigranas, nunca mejor dicho, para beber agua en los sitios más inverosímiles, son de lo más espectacular que pudiera observarse, incluso sin habérselo propuesto. Los niños, especialmente los más pequeños, corren tras ellos esperando que un fallo en su vuelo, en la atención o quién sabe qué, les proporcione la ocasión de apresar a alguno de ellos. Pronto desisten cuando ven que es bastante difícil, sino imposible, a no ser con un arte de caza, cosa que está descartada. Cuando van siendo más mayores hacen, lo que hacemos todos, mirarlos, disfrutar con sus evoluciones, seguirlos con la vista mientras buscan su comida, ver todo el ceremonial de las paradas nupciales, apreciar sus vuelos ágiles, sus reflejos rápidos y con el convencimiento de que perseguirlos y cazarlos será inútil.

Uno de esos días, en la Plaza de la Alfalfa, me ocurrió algo que merece la pena contarlo. Había terminado de comerme la media tostada con aceite y tomate, que suelo tomar y el plato con los restos estaba allí. Yo, seguía tomando mi café y disfrutando del momento, cuando un gorrión se paró en la mesa, se puso de pie en el plato y empezó a comer las migas, que habían quedado sin que nada le atemorizara. Me quedé como una estatua y pude sacar mi teléfono móvil y hacerle una foto, que tengo guardada. El pájaro ni se inmutó, su osadía no tenía límites y siguió comiendo los restos del plato. La foto la conservo y voy a ponerla en la publicación, para que os hagáis una idea de cómo se acercan a las personas y, sin temor de ninguna clase, cumplen su objetivo cual es cubrir sus necesidades de supervivencia.

Creo que es un regalo de Dios y de la Naturaleza, que existan estos seres, simpáticos y entrañables, en nuestro entorno y que alegren a mayores y pequeñitos con sus cantes, vuelos, piruetas y, por supuesto, con esa osadía fuera de parangón, que permite disfrutar de ellos sin conseguir hacernos con su domesticación, ni su total amistad.

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Francisco Teva Jiménez
Maestro / Lic. en Derecho

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