El Rincón de Paco Teva… UN PASEO POR EL PASADO, LA SIEGA
En la actualidad, en el siglo XXI, en el año 2013 y desde hace, ya, bastantes años, es una estampa corriente ver, en los meses de junio y julio, las denominadas cosechadoras, que siegan, separan el grano de la paja, empacan la paja en paquetes con la forma de un paralelepípedo, que servirá para alimentar al ganado, y recogen el grano para su transporte a los silos. Todo esto, hoy día, es lo normal y lo que muchas personas, más jóvenes que yo, desde luego, están acostumbradas a ver. Sin embargo, no siempre ha sido así de fácil, ni de rápido. Eran labores del campo muy duras y sacrificadas. Recuerdo, como si lo estuviera viendo con mis ojos de niño y adolescente, estos trabajos, duros trabajos, para obtener el trigo, la cebada, los arbejanos….etc.
Todo empezaba con la siega que se hacía a mano, en grandes extensiones de tierra calma, donde no había ni una mala sombra, para cobijarse de los tórridos rayos del sol del, recién estrenado, estío. Los segadores eran contratados para el tiempo, que duraba la siega y se les daba comida y alojamiento, además de su jornal, claro está. El almuerzo y la comida se les llevaba al tajo y la cena se les daba en el alojamiento. A las zonas cerealistas como Córdoba, Sevilla, la Mancha, llegaban cuadrillas de otros sitios, buscando trabajo, en la época de la siega. Si habéis visto la película La Venganza con Jorge Mistral, Carmen Sevilla y Raf Vallone, podéis haceros una idea.
De madrugada, al rayar el alba, como decían los hombres del campo, con sólo un café con malta en el estómago, empezaban su trabajo con sus hoces de acero templado y bien afiladas, para degollar las mieses cargadas de espigas bien granadas. Sombreros de paja de anchas alas y un pañuelo debajo, sombreaban la cabeza y la cara de los segadores y mitigaban, en lo posible, ese sol de justicia, que los castigaba de forma inclemente. Armados con la hoz en la mano derecha, generalmente, se ponían unos dediles (fundas de cuero, hechas por ellos mismos) en los tres últimos dedos de la mano izquierda, para evitar los cortes, (si alguno se cortaba, se orinaba en el corte, pues la orina, con la urea y otras sustancias que contiene, servía de hemostático casero, pero muy efectivo) y a empezar la faena. Con la mano izquierda se cogía un puñado de mies y con la derecha se cortaba y así durante muchas horas del día. Las mieses, que iban cortando, eran atadas, con los mismos tallos, en haces o gavillas. Cada hora aproximadamente tenían un pequeño descanso, un rebezo, el tiempo justo para fumar un cigarrillo, descansar un poco, beber agua… y, después, a continuar con la tarea. Algunos días, estando, ya, en el tajo no podían empezar a trabajar hasta que pasaba un rato y el sol calentaba y quitaba humedad a las mieses. Los segadores decían que no podían segar pues estaban relentosas, es decir, el relente, el rocío de la madrugada las había puesto húmedas y la hoz no cortaba bien.
Hacia las diez de la mañana tomaban el almuerzo, una comida fuerte que los mantenía hasta medio día. Ésta, solía ser huevos fritos con tocino y patatas fritas; tomates fritos con carne de pollo o conejo; carne de cerdo y tortilla de patatas… Algún gazpacho se intercalaba para reponer los líquidos, sales minerales y otras sustancias, que se perdían con el abundante sudor. Prácticamente estaban todo el día calados. Se solía decir que las camisas de los segadores, una vez secas, las ponías en el suelo y se quedaban de pie. El agua era tan necesaria que había un chaval joven, que aún no tenía edad de segar, el aguaor, que llevaba el agua a los segadores cuando la solicitaban.
Hacia las tres de la tarde se paraba para comer. Esta era la llamada comida fuerte, que consistía, casi todos los días, en un gran cocido con morcilla y ese tocino rubio, que aún quedaba de la matanza, y que junto con los garbanzos y las patatas, servía excelentemente para reponer las fuerzas y las grasas perdidas. Se acababa con el, nunca bien valorado, gazpacho con el agua de la cántara, estuviera como estuviera. Después de un cigarrillo rápido, una siestecita a la sombra de unas gavillas puestas de pie. Un merecido descanso, que sabía a gloria a pesar del inclemente sol.
A las cinco aproximadamente, después del merecido descanso y con el sol algo más flojo, se volvía al trabajo; otra vez con la hoz en ristre y las energías renovadas. A estas horas, decían los segadores, la tarea era más fácil, pues hacía menos calor y las hoces, con las mieses secas, secas, corrían como si estuvieras cortando manteca. Entre algunos chascarrillos, contados con gran humor, y los cantes flamencos, a los que eran muy aficionados, pasaban las horas hasta terminar la jornada. Acabada ésta, marchaban al cortijo, donde tenían el alojamiento, generalmente andando, después de un día agotador.
Ya en el cortijo, se lavaban y se preparaban para la cena, que era temprano, pues había que acostarse rápido para levantarse al alba. Una vez aseados, y hasta que servían la cena, charlaban de sus cosas, algunos escribían a su familia, y fumaban tranquilos tomando unos vasos de vino.
La cena, acomodados en mesas y sillas, no como en el campo, transcurría plácidamente. Solían cenar ensaladillas o el apreciado ajo blanco y algo más sólido como el queso, embutidos, conservas de distintas clases…Como colofón de esta cena se comían excelentes melones, muy abundantes en aquella época. Después de unos cigarrillos en amigable charla, cada cual cogía su jergón y se tumbaba a pierna suelta, para descansar y reponer fuerzas y energías, pues al otro día les esperaba otra larga jornada de calor y duro trabajo. Trabajo tan duro y agotador que determinados segadores no se sentían con fuerzas para continuar y tenían que abandonar y dar por terminado su compromiso, a pesar del bochorno que eso suponía. Cuando esto ocurría, solía decirse que el segador se había enraspado, haciendo alusión, seguramente, a las raspas de las espigas, que se le habían atravesao, como diría un castizo, con gran ironía.
En Martos, también, había bastante siega, pues la población de olivos era mucho menor que ahora y, por tanto, teníamos bastantes tierras calmas, que los agricultores aprovechaban para sembrar la cebada, que alimentaba a los mulos, el trigo para el pan, los arbejanos para sus cabras, los garbanzos negros para cebar a sus cerdos etc.
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«»La razón de escribir este artículo y otros que vendrán después, si el Director me lo permite, no tiene otro objetivo que refrescar los recuerdos para los que lo han vivido, como yo, y para todos aquellos que no lo han visto, darles unas pinceladas, aunque sean breves, de unas faenas agrícolas que eran lo normal y cotidiano, todos los años, cuando llegaba la época».
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Francisco Teva Jiménez
Maestro / Lic. en Derecho